Muchas y terribles plagas ha sufrido la humanidad a lo largo de los siglos. Desde las epidemias que sufrieran los griegos en la época de la Guerra del Peloponeso hasta la terrible devastación que provocó la Peste Negra en Europa, en el siglo XIV –con graves brotes en siglos posteriores- las epidemias han devastado pueblos y naciones, hasta continentes enteros. Los aborígenes americanos fueron severamente golpeados por ellas en el siglo XVI, por falta de los anticuerpos que ya tenían los europeos que aquí llegaron, explica Carlos Sabino, sociólogo e historiador.
La ilustración la tomé de Facebook.
No comparto el último párrafo sus conclusiones, ni la idea de que el régimen comunista de China no debe ser señalado como responsable de las dimensiones del problema; pero opino que leer las perspectivas de Carlos siempre ayuda a aclararse uno las ideas y explorar.
Dice, pues, Carlos Sabino:
Todas las plagas, como tales, han desaparecido con el curso del tiempo. Han quedado las enfermedades, pero convertidas en flagelos más o menos controlables, como lo son ahora, por ejemplo, la tuberculosis, el paludismo y las gripes. En algunos casos esto ha ocurrido porque se han creado vacunas contra ellos –como el sarampión o la viruela- o existen medicamentos que reducen grandemente sus efectos. En otros casos, como el de la gripe común y en parte el mismo SIDA, los virus se han ido haciendo cada vez más benignos, provocando dolencias menos severas y menos muertes. Esto se debe a la forma en que opera la evolución: si un virus mata a todos los organismos en que se aloja tiene menos probabilidades de subsistir y reproducirse que si provoca una enfermedad leve, lo que facilita en tal caso su continua dispersión y reproducción.
El nuevo virus
Lo que está ocurriendo con el COVID 19 no es nuevo, en ese sentido histórico, pero sí es nuevo en cuanto a las consecuencias sociales y económicas que está produciendo. El mundo se ha prácticamente paralizado, ante una incertidumbre profunda y perturbadora. Y las reacciones, como siempre sucede ante el peligro, han oscilado entre extremos muy poco racionales. Recordemos que, en ocasiones anteriores, la conducta de muchas personas, de quienes podían hacerlo, era básicamente huir, alejarse de las regiones infectadas. Eso a veces los salvaba, pero en otros casos, como de seguro en el de la Peste Negra, contribuyó grandemente a la dispersión de la enfermedad. Ahora, y esto es lo nuevo, no hay adónde huir, el mundo está tan interconectado que es imposible hacerlo. La epidemia es una pandemia, que a todos nos afecta: viajar no es la solución.
Las reacciones extremas a las que me refiero son la temeridad y el pánico. La temeridad hace que no demos suficiente importancia al riesgo que se vive, lo que seguramente lo aumenta, pero la desmedida alarma puede provocar actitudes muy negativas, pues el terror es un mal consejero. Entre esos dos extremos han oscilado en estas semanas personas y gobiernos. Es comprensible: no sabemos qué pasará, cada virus es diferente y no podemos predecir el futuro.
Dos estrategias
Ante la situación que vivimos creo que, en definitiva, existen dos estrategias, dos maneras diferentes de responder. Ninguna es buena o mala en sí, si pensamos con frialdad y no nos dejamos llevar por las pasiones. Ambas tienen consecuencias muy positivas y muy negativas, para qué negarlo. Veamos en qué consisten.
Estrategia 1: consiste, en esencia, en evitar la difusión del virus, el contagio, la expansión de la enfermedad. Recursos básicos son la cuarentena (que los venecianos asumieron, creo, allá por el año 1400), el aislamiento de las personas contaminadas, la suspensión de eventos en que se reúnan multitudes. El confinamiento de la población, el toque de queda y el cierre de actividades deportivas, religiosas y comerciales son medidas más severas, que operan en esta dirección.
Lo positivo de esta estrategia, que más o menos sigue en estos días todo el mundo, es que reduce la intensidad de la pandemia, la confina y la hace más manejable. Esto da tiempo para encontrar soluciones de fondo: creación de una vacuna y, sobre todo, de un tratamiento para que los afectados puedan llevar la enfermedad con menos riesgo de muerte.
Los aspectos negativos de tal estrategia son básicamente dos: a) no elimina realmente al virus, por lo que el control, por más intenso que sea, es a la postre insuficiente, y b) no puede sostenerse por mucho tiempo por las graves consecuencias psicológicas y económicas que tiene. Ni la economía puede paralizarse por mucho tiempo, porque la producción de cualquier bien está sujeta a la de muchísimos otros bienes y servicios, ni la gente puede vivir meses confinada en sus casas.
Estrategia 2: en este caso se deja que el virus se expanda, esperando que se vaya debilitando, concentrando los esfuerzos en el tratamiento de los casos que van ocurriendo y esperando que la pandemia vaya reduciéndose por sí sola.
El fundamento de esta solución está en reconocer que todos los agentes patógenos han seguido este camino a lo largo de la historia. Cuando se adopta este modelo de acción solo tratamos los casos de infección que se producen, aislamos a los enfermos y trabajamos en medicamentos y vacunas. El cólera y la fiebre amarilla, por ejemplo, han seguido este camino. Lo positivo de esta estrategia reside en que no hay impactos psicológicos o económicos de primera magnitud. El mundo sigue su camino, aunque con una salvedad, que constituye su peor aspecto negativo: aumenta rápidamente el número de personas contagiadas y por lo tanto los fallecimientos que se producen. Esto, llegado a cierto punto, puede resultar ética y sanitariamente insostenible: es imposible dejar que las cosas marchen como siempre si la gente muere a nuestro alrededor y es imposible atender a todos los enfermos si estos superan cierto número.
¿Qué hacer?
En el fondo, los resultados de las medidas que se tomen dependen de la evolución de la enfermedad, de la velocidad con que se contagia la gente y de la forma en que pueden reducirse los decesos, no la enfermedad en sí. Por eso creo que ninguna de las dos estrategias puede descartarse de plano. Ambas tienen limitaciones evidentes, de corto y de largo plazo. Por otra parte, su efectividad depende fuertemente de dos factores: a) del grado de extensión de la pandemia en cada lugar, en cada estado nacional, dado que los estados nacionales son las únicas entidades políticas que toman medidas concretas y efectivas, y b) de la cantidad de recursos sanitarios y económicos disponibles en cada sitio.
Muy mala me parece la reacción de quienes buscan culpables, en China y en algunos gobernantes, o se dejan guiar por teorías de conspiraciones malignas. Con eso nada avanzaremos. Crear una especie de guerra, un enfrentamiento de cualquier tipo, en momentos de crisis, solo añadiría un problema más a los que ya padecemos.
En países con pocos recursos y pocos afectados, como Guatemala y muchos otros, relativamente pobres y con escasos recursos sanitarios, pienso que lo mejor es mantener por ahora la suspensión de los viajes y el cierre de las fronteras para las personas, no las mercaderías, pero aliviar las restricciones internas en corto tiempo. No podremos resistirlas por muchas semanas, en todo caso, y restricciones parciales, como el toque de queda, me parecen mejores que las medidas más drásticas que se han tomado en otros países. Para países en otras condiciones no me atrevo a decir nada, al menos por ahora, porque no conozco lo suficiente cada realidad en concreto. Parecería que la estrategia tipo 1, que he descrito más arriba, ha funcionado en China, pero solo después de dos o tres meses.
¿Qué pasará?
No pretendo prever el futuro, sé perfectamente que eso es imposible, pero puedo atisbar algunas de las cosas que pueden pasar. El virus, a largo plazo, se instalará entre nosotros como tantos otros agentes patógenos que soportamos. No acabará con el mundo, como tampoco llegó a hacerlo la peste bubónica o la gripe española.
El impacto sobre la economía es severo, sin duda alguna, y seguirá haciéndose sentir cada vez con más fuerza en el corto plazo. Cuando empiecen a levantarse las restricciones, y eso tendrá que pasar en algunas semanas, sin duda alguna, empezará una recuperación. Muchos quedarán en el camino y, como siempre, serán los más pobres y los más débiles los mayores perjudicados, así como las empresas que ya estaban en dificultades.
Por ahora hay que tratar de actuar con prudencia. No vender ningún activo salvo en el caso de la más estricta necesidad, porque los precios están y seguirán estando por el suelo. Prepararse para producir, para la etapa de recuperación que seguramente seguirá, como ocurrió después de los estragos de la Primera Guerra Mundial y de la gripe española, de otras pandemias anteriores y de las que hemos vivido en los últimos tiempos.
No recomiendo comprar ni vender divisas, porque el dólar puede debilitarse debido a las acciones que está tomando la Reserva Federal, el euro circula en los países ahora más afectados y comprar yuanes es algo difícil y de pronóstico totalmente incierto. Hay que gastar con prudencia, porque esto puede ir para largo.