Es indecente, por moralmente reprobable, que cajeros, meseros, cocineros, guardias de centros comerciales y otros empleados de atención al público sigan siendo obligados a usar mascarillas, mientras que muchísimas personas ya nos las usamos y la mayoría de quienes las usan lo hacen de forma voluntaria.Ya el papá gobierno les dio -a quienes lo necesitaban- el permiso para no usar barbijos en público, ni en privado. Hasta cuando van solos en sus automóviles, pueden no llevar mascarilla. Pero hay empresarios y gerentes que, como parte una actitud cuestionable de señalización de virtud, siguen exigiéndoles a sus empleados que usen barbijos.
En estas meditaciones no niego que las empresas tengan la facultad de pedirles ciertas conductas a sus empleados; pero lo que pongo en duda es la bondad de imponer la mascarilla, cuando ya no tiene sentido (ni médico, ni legal) sólo para aparentar virtuosidad frente a cierto tipo de clientela. ¿Por qué? Porque mi derecho no termina donde empieza tu miedo.
Es cuestionable la bondad de forzar a ciertos empleados a usar la mascarilla porque suelen ser trabajadores muy vulnerables económicamente, empleados a los que no les queda de otra. Conozco, por ejemplo, a una chica a la que el barbijo le causa alergia y le ha hecho mucho daño en la cara. Pero tiene que usar aquel objeto infame porque trabaja en atención al cliente…y no vaya a ser que un cliente delicado se incomode si es atendido por alguien sin mascarilla. El mismo cliente que convive con docenas de personas que no usan barbijo, pero a las que no puede obligar a usarlo.
Ya es tiempo de ser más decentes y de liberar a cajeros, meseros, cocineros, guardias y otros empleados del uso obligatorio de la mascarilla. Por supuesto que estas meditaciones no cuestionan su uso voluntario, que es una decisión personal y en muchos casos es prudente. Pero eso es muy diferente a la idea de que otros deben usarla, aunque yo no, aunque mis vecinos no, aunque mis compañeros no, aunque mis amigos no.
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Columna publicada en elPeriódico.