Quizás esta es la comparación más inapropiada que he hecho; pero, mi abuelita Juanita era como un ratoncito. Menuda, silenciosa y discreta. Era algo estoica…pero con un toque epicúreo.
Me pasaba siempre que, cuando me despedía de ella, se me hacía un nudo en la garganta; y creo que es porque yo tenía la impresión de que atrás dejaba algo muy frágil. Pero no era así. Era sólo que su fuerza era escondida y estaba adentro. En realidad era como un roble, o como un cedro oculto en el cuerpo de una espiga.
En su vida soportó muchas adversidades y traiciones; pero si algún día quieres saber cómo no dejar de ser feliz, y si algún día quieres saber cómo ir por la vida deteniéndote a cada rato para oler el aroma de las rosas…ah, ojalá y hubieras conocido a esta dama.
No recuerdo qué música le gustaba y no veía la televisión; pero escuchaba la radio. Una vez, una sola vez que yo oía Y tú te vas, de José Luis Perales, me comentó: Que triste es esa canción. Y le gustaba mucho leer Selecciones. Decía que los Corn Flakes ya no eran como antes, porque antes sabían a malta y ahora no. Decía que los perfumes y las aguas de colonia de ahora no eran como las de antes; y nunca le gustó ninguna de las que yo le daba a oler.
Era dulcera y media. Mi madre cuenta que una vez se comió varias docenas de higos en dulce; y en su casa siempre había frutas en almíbar. Cuando no eran higos, eran manzanas, o mangos, o los que más me la recuerdan a ella: duraznos y cerezas. Ella me enseñó a hacer huevos chimbos.
En su casa, la carne, las frutas y las verduras siempre eran del día. Ahí no había tales de comprar provisiones para la semana, o la quincena.
Después del terremoto de 1976 vivió en casa de mis padres un tiempo; y en la noche, cuando yo iba a darle las buenas noches, siempre me ofrecía una copita de licor de Apry que había rescatado de aquella tragedia. Durante ese tiempo, oí de sus labios, durante largas conversaciones a media mañana, historias emocionantes y conmovedoras de su vida, que había sido una de novela. Las guardo como tesoros en mi corazón, y estarían en cintas si no se hubiera dado cuenta de que una vez la estaba grabando a escondidas y no me hubiera pedido que borrara la cinta.
La abuelita Juanita roncaba como olla de tamales. Dormía la siesta. No usaba anteojos. Caminaba rapidito. Iba a misa, pero no era fanática. Tenía sentido del humor.
Cuando mis jóvenes padres viajaban -o andaban de parranda- mi hermano, Juan Carlos y yo íbamos a vivir a la casa de la abuelita Juanita y de La Mamita (su hermana). Ese era un mundo centrado en nosotros; ligeramente sobreprotector, pero enormemente creativo y entretenido, que se podría decir que, a veces hasta se ponía un poco alejado de la realidad.
La abuelita Juanita era un ratoncito; ¡pero qué ratoncito!
En la foto, la abuelita Juanita es la tercera de izquierda a derecha, de pie. Las otras son primas suyas.