Hoy, que de forma ilegítima la administración de Los Colom/Espada le está rindiendo homenaje a la memoria de Jacobo Arbenz Guzmán, vale la pena explorar otra perspectiva de este personaje. Esto es lo que escribí hace algún tiempo al respecto:
Uno de mis sobrinos pequeños, por decir el lobo que aulla, dice el lobo cabulla. Anda por ahí con eso de el looooobo cabuuuuuulla y aunque uno le dé razones, la cosa no pasa de ahí. Esa actitud de no me confundan con hechos, porque ya tengo mis propias ideas, es tierna en un infante; pero no le luce a todos.
Se parece a la actitud de los apologistas de Jacobo Árbenz y de la Revolución guatemalteca. El soldado del pueblo era algodonero, estaba casado con una rica heredera salvadoreña, vivía en un chalet en la Reforma y usaba corbatas Countess Mara (US$ 95 c/u actualmente). Pero esto no lo leyó usted en los panegíricos, ¿o sí?
Leo que la Liberación, que triunfó en junio de 1954, acabó con la primavera democrática de Guatemala. Pero veamos qué clase de invierno era aquel otoño.
El primer gobierno de la Revolución le tendió una trampa a Francisco Javier Arana, candidato de oposición. Arana fue asesinado en una emboscada y eso allanó el triunfo electoral de Arbenz. Eso es como si Portillo hubiera mandado a matar a Berger; y, como consecuencia, Colom hubiera ganado la elección. Y que encima, algunos anduvieran diciendo que este último había triunfado en elecciones democráticas y limpias. Haga cuentas.
Cuando el régimen revolucionario no estuvo de acuerdo con una importante decisión de la Corte Suprema de Justicia, en cuanto a la inconstitucionalidad de su reforma agraria, ¿qué hizo? ¿Se sometió al Estado de Derecho? No. Destituyó a la Corte.
Durante el segundo gobierno de la Revolución Jaime Rosemberg y Rogelio Cruz Wer, jefes de la Policía de la época, eran temidos porque aterrorizaban a la población por medio de capturas ilegales y torturas. Que no le extrañe. Las capturas ilegales y las torturas son características distintivas de las revoluciones como las que querían (y añoran) los fans de la Revolución. Fue el mismísimo Juan José Arévalo en Carta política al pueblo de Guatemala con motivo de haber aceptado la candidatura y otros escritos, quien dijo que, en el gobierno de Arbenz, la policía fue obligada a practicar torturas repugnantes y a cometer crímenes contra la vida de los adversarios políticos. En ese mismo documento, Arévalo habla de millones de dólares depositados en bancos de Suiza a nombre de personas particulares, habla de pérdida de contacto con el pueblo, y habla de amigos palaciegos que no ejercían función alguna en la administración, todo ello durante la adminstración de Jacobo Arbenz.
En uno de sus desmanes, la Revolución mandó a dinamitar el Templo de Minerva que adornaba el barrio de Jocotenango. Sólo porque sí.
Digamos que la Revolución hubiera prevalecido. ¿Qué hubiera ocurrido con los chapines? Pues hubiera pasado lo que les pasó a los europeos orientales, a los camboyanos, a los mozambiqueños y a los nicaragüenses, entre otros: que hace diez años, o ahora mismo, tendríamos que estarnos sacudiendo a los dictadores revolucionarios por asesinos, corruptos e ineptos.
Vaya un día de estos a la Hemeroteca Nacional y busque las proclamas que los revolucionarios de los 70 y 80 hacían publicar cuando secuestraban a alguien. Vea con sus propios ojos que lo que querían era instaurar la dictadura del proletariado. Lea, después, acerca de lo doloroso que fue, para muchos pueblos, sacar del poder a dictadores (Ceaucescu, Mengistu, Pol Pot y otros) como el que nos querían imponer los revolucionarios chapines.
Leí que la dimisión de Arbenz, le dio paso a 36 años cruentos. Pero eso no tiene sentido. En primer lugar, porque la guerra de casi cuatro décadas la libraron los revolucionarios para reimponer su dictadura (lea los documentos de la guerrilla) y porque ya vimos que la primavera democrática nunca existió.
En segundo, porque la contrainsurgencia fue una reacción frente al terrorismo y al intento de imponer un régimen totalitario (no me crea a mí, lea los documentos de la guerrilla).
En tercero, porque los revolucionarios no se van así nomás; sino que tras de sí, dejan pilas de cadáveres. Más de 35 millones en China, casi 62 millones en la URSS, más de 725 mil en Etiopía, unos 73 mil en Cuba, unos 5 mil en Nicaragua, y un total de ¡169 millones de muertos en el mundo!, entre 1917 y 1987.
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Todo esto no lo oyes en los discursos oficiales, ni lo lees en los libros de historia oficiales, ¿o sí?