28
Feb 14

Los cargos públicos no son canonjías

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Cuando Ramiro De León fue electo Presidente de la República, luego de que Jorge  Serrano rompiera el orden constitucional, no fue premiado con un mandato de cuatro años.  El suyo fue para concluir el período que había sido interrumpido.  De León no se aferró al cargo y lo entregó al concluir el período correspondiente.

Cuando Gilberto Chacón fue electo presidente de la Corte Suprema de Justicia y quedaban sólo unos meses para que concluyera el período constitucional, que había empezado ocho meses antes, el magistrado abandonó el cargo, respetuoso de la ley.

Los cargos públicos –especialmente los cargos elevados como las presidencias de los organismos del estado y otras altas investiduras, como la jefatura del Ministerio Público, por poner un ejemplo– no deben ser prebendas, ni premios, ni feudos.  Esto ocurre en direcciones generales, embajadas, puestos de aduanas, plazas de maestros yo otros puestos de ese nivel con consecuencias gravísimas para los tributarios y para quienes dependen de ellos.

Direcciones generales, embajadas, puestos de aduanas, plazas de maestros y otros “huesos” de ese nivel muchísimas veces (¿Demasiadas?) sirven para premiar a correligionarios, clientes, financistas, amantes, socios, familiares y compadres.  No en todos los casos, claro, pero, ¿entiendes?

Cuando el presidente Alvaro Colom le dio a Claudia Paz y Paz la jefatura del Ministerio Público lo hizo para sustituir a Conrado Reyes que había sido electo para un período de 4 años y fue destituido y a Encarnación de Contreras que fungió interinamente.  El período ya había empezado y había sido ocupado por dos personas antes.  Colom –que fue candidato presidencial de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca– se pasó de listo y de forma impropia e ilegal le asignó a su colega cuatro años completos aunque lo que correspondía era que terminara un período que ya había empezado, como ocurrió con De León y Chacón.

En una república sana no es aceptable que los cargos públicos sean canonjías personales. Lo sano es que los funcionarios respeten los períodos constitucionales.

Columna publicada en El periódico.


30
Sep 09

¿Los apodos del Presidente?

A mí me llaman el presidente del cambio climático porque me llueve en la mañana, al medio día y en la tarde, dijo Álvaro San Nicolás Colom en Chile. Pero en realidad…¿cuál es el apodo de Alvaro Colom?

Yo le digo San Nicolás porque no hace más que regalar aquí y regalar allá; y por cierto que a su esposa le digo Evita, como podría decirle Madame Déficit. Empero…no he visto que esos apodos peguen en el mainstream. Por ahí oí que al Presidente le dicen Álguaro; pero…vaaaaya usted a saber por qué. Y en un intento propagandístico, que tampoco pegó, durante un tiempo le dijeron Gavilán.
 
San Nicolás, por supuesto no es el único presidente chapín con apodo. A Óscar Berger se le dice Conejo, por orejón; a Alfonso Portillo se le dice Pollo ronco, por su voz desagradable; a Álvaro Arzú, el difunto Padre Chemita le puso Mono de Oro; a Ramiro De León le decían Huevos Tibios, por aguado; y a Jorge Serrano le dicen Marrano, por obeso y porque rima. El más ingenioso es el de Vinicio Cerezo, conocido como Cemaco, porque las tenía a todas bajo un techo, en alusión a la publicidad de una tienda popular en Guatemala.
 
Antaño, los presidentes chapines también han tenido apodos: Juan José Arévalo era Chilacayote, por grandote; Manuel Orellana era Rapadura, por moreno; Jorge Ubico era El 5 por el número de letras en su nombre y en su apellido; Carlos Castillo Armas era Cara de hacha por su nariz afilada; Carlos Enrique Díaz -presiente por un día- era Pollo triste. Vicente Cerna era Huevosanto, por cachureco; y Rafael Carrera era Racacarraca, porque se decía que así firmaba en el supuesto de que era analfabeto. A Manuel Lisandro Barillas le decían Brocha por la forma de su bigote. A Miguel García Granados lo apodaban Chafandín, quizá por su aire aristocrático, o por burlarse de su carácter intelectual.

22
Ene 08

Apodos presidenciales chapines

Entre otras famas, los chapines tenemos la de ingeniosos para poner apodos. Unos de mis favoritos son Clavo-de-lámina, para alguien que es delgado y cabezón; y El Sordo, para uno que es orejón.

Hasta a las cosas se les pone apodo en Guatemala. El Palacio Nacional es el Guacamolón, porque es de color verde; el Edificio Magermans de la zona 1 es La portaviandas, porque eso parece; y un avión de la extinta línea aérea de los mayas era La papaya voladora, porque estaba pintado del color de aquella fruta. Los arzobispos tampoco han escapado a aquella costumbre y de eso son testigos Sor Cotuzo y Sor Pijije, que eran Mario Casariego y Mariano Rosell respectivamente. En el colegio, a mí me decían Pingüino porque mis pies parecen las agujas del reloj a las diez y diez.

El 13 de enero pasado, vi una nota periodística que aludía a los apodos de los expresidentes de la República; y en la misma se consignaba, de forma incorrecta, que Vinicio Cerezo había sido el único mandatario que no había tenido apodo.

A Jorge Serrano le decían Marrano, para que rimara con su apellido y por su complexión obesa. A Ramiro De León se le decía Huevos tibios por su carencia de carácter. A Alvaro Arzú, el Padre Chemita le puso Mono de oro, por rubio; y a Alfonso Portillo le dicen Pollo ronco por su cara de ave de corral y por su voz gangosa. A Oscar Berger le dicen Conejo y, aunque él haya dicho en alguna ocasión que era porque corría rápido cuando jugaba beisbol, a nadie se le escapa que es por sus orejas grandes.

La historia de Alvaro Colom es interesante. El mote de Gavilán se lo puso su gente de campaña cuando compitió en las elecciones contra Oscar Berger (El Conejo). La idea era que el Gavilán se comería al Conejo, cosa que no sucedió. Y bueno…medio quedó lo de Gavilán, sin que los geniales creadores de aquel truco de campaña repararan en que la hembra de aquella ave es más grande que el macho; y en que el citado pájaro es un ave rapaz, palabra que quiere decir inclinado al robo, hurto o rapiña. Mi amiga, Marta Yolanda Díaz-Durán, llamó la atención sobre esta curiosidad en su columna de ayer.

Presidentes de antaño también tenían apodos, ¿cómo no? A Manuel Lisandro Barillas le decían Brocha, por su bigote; y a Manuel Orellana le decían Rapadura, por moreno.  Jorge Ubico era el 5, que era su número de la suerte ya que su nombre y apellido tenían cinco letras cada uno.  Carlos Castillo Armas era Cara de hacha, por su fisonomía y Vicente Cerna era Huevosanto, por cachureco. Rafael Carrera era Racacarraca porque decían que firmaba así ya que no sabía leer ni escribir. A Miguel García Granados lo apodaban Chafandín, tal vez por su aire aristocrático, o por hacer mofa de su carácter intelectual. Juan José Arevalo era Chilacayote, por grandote. El apodo de Carlos Enrique Díaz -presiente por un día- era Pollo triste.

Y bueno, ¿qué pasó con Cerezo? A él le decían Cemaco. Cemaco las tenía a todas bajo un techo.