01
Mar 11

El oro del Códice de Dresde

El Códice de Dresde es uno de los únicos tres libros mayas conocidos, que sobrevivieron a las piras de los frailes durante la Conquista.  Un facsimil del mismo puede ser apreciado en el Museo Popol Vuh.

Lo visito con frecuencia y me gusta contarles a los turistas que me acompañan que este  contiene -entre otras cosas- observaciones sobre el planeta Venus (que es Lucifer), una referencia a un diluvio universal, otra referencia a la célebre fecha de diciembre de 2012 y una receta de tamales de conejo (animal relacionado con la Luna).  Es, ciertamente, un documento hermoso y riquísimo en contenido.

Hoy nos enteramos de que un matematico alemán dio a conocer al rotativo alemán Bild que después de 40 años de investigar este códice, descubrió que  indica la ubicación de un tesoro de ocho toneladas de oro puro hundido en una ciudad conocida como Atlan, en las aguas del lago de Izabal.

Tanto Mónica Urquizú, directora técnica del Instituto de Antropología e Historia, de Guatemala; como Tomás Barrientos, decano de la Facultad de Arqueología de la Universidad del Valle dudaron de la hipótesis del matemático.  Es un hecho que los mayas no trabajaron el oro (ni otros metales) hasta fines de su período Posclásico y sólo en pequeñas cantidades.

En este enlace, Michael Coe habla sobre el Códice de Dresde; y  en este otro enlace William Saturno también se refiere a ese documento.


28
Oct 07

Viaje a las estrellas

Este bordado extrarordinario procede de Magdalena Milpas Altas, Guatemala, ca.1941.

Muestra estrellas y no se sabe si tiene un patrón, o no. Es decir, no se sabe si muestra asterismos, o constelaciones.

Me encontré con él, ayer, cuando visitaba la exhibición especial de bordados indígenas guatemaltecos en el Museo Ixchel.

Llamó mi atención no sólo porque su composición y su colorido son hermosos, sino porque durante una etapa de mi vida dediqué bastante tiempo a la observación del cielo.

A principios de mi adolescencia leí un libro en el que uno de los personejes principales -el capitán de un barco- apunta el cielo y dice Aquella es Lucifer. En ese momento me dije que sería muy enriquecedor y emocionante conocer el nombre de las estrellas; e inmediatamente pasé a tratar de conocer algunas: Sirio, Capella, Betelegeuse, Bellatrix, Castor y Pollux y Antares fueron las primeras. Y esta última pasó a ser mi estrella favorita.

Muchos años después, cuando me fui a vivir a La Antigua, compré un telescopio reflector con el cual pude disfrutar de otras maravillas celestes. Con él vi a Jupiter y sus lunas, a Saturno y sus anillos, a la luna y sus miles de sombras y formas, e incluso vi manchas solares (experiencia peligrosa que me costó el derretimiento de las monturas del ocular de mi telescopio).

Ahora ya no veo estrellas con frecuencia; pero en los últimos dos años he visto los cielos nocturnos más extraordinarios en la selva de la Cuenca de El Mirador, Petén; y a 10,000 pies de altura en las montañas junto a Telluride, Colorado.

Por cierto que, casualmente, esta visita a la exhibición del Museo Ixchel, tuve la suerte de hacerla en compañía del arqueólogo Richard Hanson, que tiene a su cargo la excavación de El Mirador; del también arqueólogo Nicolai Gruber; y de Alexander, príncipe de Sajonia. Esto fue en el marco de la donación de una copia del Códice de Dresden que el Principe y la Biblioteca Real de Sajonia le hicieran a Guatemala.

Coincidentemente aquel Códice maya contiene observaciones sobre el planeta Venus (que es Lucifer -la estrella del libro que me animó a conocer las estrellas) y una copia del mismo se encuentra en el Museo Popol Vuh, de la Universidad Francisco Marroquín, que también visitamos.