El sábado comenzaron a llegar los vendedores y a montar el pequeño mercado navideño en la plaza, frente a mi casa. Y al atravesarlo, lo primero que vi fue a este grupo de tortugas, elementos indispensables para una buena orquesta navideña chapina.
Yo tengo la mía, que me compraron La Mamita y mi abuelita Juanita cuando yo tenía unos ocho años.
Con mi pequeña tortuga acompañé docenas y docenas de festejos de fin de año, tanto en la casa de las citadas abuelas, como en la casa de mis padres. Y en la casa de mi abuela Frances, tenía otra tortuga. Y bueno, como yo era el nieto mayor no había quien me disputara el derecho a somatar la caparazón en cuestión. Porque, claro, yo no tocaba la tortuga; sino que la somataba.
Una orquesta navideña guatemalteca necesita de tortugas y de otros instrumentos como chinchines, guacales y jícaras hechas de frutos del morro. Mis chinchines, guacales y jícaras de niño aún los conservo, y están pintados de negro y tienen diseños en forma de animales, o de plantas. Y el que más me cae en gracia es uno que tengo con cara de animalito.
El color negro de aquellas piezas es como un laqueado singular. Los artesanos chapines lo hacen con hollín y la grasa de un insecto parecido a la cochinilla, al que le dan el nombre de nij. Pero también hay chinchines, guacales y jícaras pintados de colores; y de estos, mis favoritos son los que combinan el rojo y el amarillo.
Ahora bien, estos instrumentos encantadores y primitivos, en manos de niños de entre 3 y 12 años, le dan sonido a una orquesta atronadora que difícilmente puede llevar el ritmo, o si quiera tocar la misma pieza. Y sin embargo, es capaz de evocar recuerdos llenos de alegría y de extraordinarios momentos familiares. Al ritmo de tucutícutu, cada quién hace lo que puede y todos la pasamos contentos.