Desde niño me gustan mucho los huevos tibios. Tiernos, pero no crudos. Cuando me operaron de las amígdalas y me tenían a gelatina, helado y referscos lo primero calientito y salado que pedí fue un par de huevos tibios.
En casa de mis padres y de mi abuelita Juanita los huevos tibios se servían con sal, pimienta y aceite de oliva; pero en casa de mi abuelita Frances, mi nana los servía con sal, pimienta y mantequilla. A mí me gustaba -y me gusta- ponerles trocitos de pan francés.
Mi abuela, Frances, contaba que a mi abuelo Luis le gustaban también y que él mismo preparaba los suyos para el desayuno. Tres minutos a partir del momento en el que el agua empezaba a hervir; tiempo exacto que él usaba para rasurarse. Y yo hago eso, a veces. Me rasuro en tres minutos, mientras los huevos se cuecen a la perfección.
Los de la foto son los de hoy en la mañana y ¡Oh, sorpresa!, un de ellos traía dos yemas.