Los condones, tal y como los conocemos ahora, se empezaron a usar hacia finales del siglo XIX; pero ya se los conocía desde la antigüedad. Se los usaba como instrumentos para evitar la concepción, y como instrumentos para evitar las enfermedades venéreas. In illo tempore, se usaban tripas de animales, fundas de tela y vejigas natatorias, a modo de condones.
Los chapines les dicen condongos, condonguayos o preservativos. Son económicos y accesibles, fáciles de usar, no tienen efectos secundarios (a menos que el usuario sea alérgico al látex), si son bien utilizados protegen contra muchas enfermedades y evitan la concepción, y no perjudican la fertilidad.
Pero la Iglesia Católica siempre se opuso a los condones. Millones de personas engendraron hijos indeseados por temor a irritar a sus confesores y a sus autoridades eclesiásticas. Millones de personas contrajeron enfermedades venéreas porque no estaban prevenidas cuando un condón hubiera sido oportuno. Esto, claro, porque sus confesores y sus autoridades eclesiásticas les decían que usar condón era malo.
Afortunadamente, ahora resulta que no. Que el condón no siempre es malo y que Joseph Ratzinger, el Papa, dispuso que en algunos casos está justificado en uso del condón para reducir los riesgos de contraer sida. Ratzinger fue específico y dijo que está justificado cuando un prostituto utiliza un profiláctico.
El uso de la palabra prostituto, y no prostituta, ni ambos; así como así como la especificidad del sida y el hecho de que no mencione otras enfermedades de transmisión sexual les va a dar que hablar a los exégetas. Y está por verse cómo es que, en próximas ediciones, se trata este tema en el libro papal que expuso este asunto.
Mientras tanto, que pena por los que engendraron hijos indeseados y por los hijos indeseados; que pena por los que murieron, o arruinaron sus vidas por enfermedades que pudieron ser evitadas. Que pena por los daños causados luego de añales de sostener que este macho es mi mula. Que pena por las vidas que costó la necedad.