En casa de mi amiga, Lucy, quemé al diablo como buen chapín; es decir: con cohetes, buñuelos, y lo más importante, rodeado de familia y amigos.
Lucy se lució con sus buñuelos, que le salieron esféricos, esponjados y dorados, como debe ser. Aquellas confecciones son la mejor parte de esta celebración y siempre es maravilloso comerlos bañados en miel de anís.
Una de mis anéctotas favoritas acerca de los buñuelos es la de una ocasión en la que mi padre decidió jugarle una broma a mi hermano, Juan Carlos. Resulta que JC es de los que tomaba la porción más grande y el buñuelo más grande, siempre que podía; así que un 7 de diciembre, mi padre tomó un pedazo de algódón, lo forró con masa de buñuelos y produjo uno notablemente más grande y hermoso.
Ya cubierto con miel, el buñuelo en cuestión se veía tentador, así que cuando JC entró a la cocina y vio el buñuelo grande lo reclamó para sí. Mi padre entabló con él una discusión y le disputó el buñuelo. Los que sabíamos de la broma observábamos con entusiasmo y el momento culminante fue cuando mi hermano tomó el buñuelo y se lo metió entero a la boca.
Y tardó unos segundos en notar que había algo extraño. Unos segundos más se requirieron para que se diera cuenta de que había caído en una broma y que estaba mascando un buñuelo de algodón.
En casa siempre recordamos esa broma de mi padre, que se caracterizaba -entre otras cosas- por su sentido del humor alimenticio, del cual JC era una víctima perfecta.
Resulta que Juan Carlos era muy melindroso; y a la hora del almuerzo siempre preguntaba que qué era lo que le estaban sirviendo. Y eso contrasta conmigo, porque yo comía lo que me sirvieran, y nunca objetaba lo que había en la mesa. De hecho, para mí el asunto era que mientras más exótico, mejor.
Así que mi padre se inventaba que estabamos comiendo culebra, brontosaurio y cosas así; de modo que le pobre JC no sólo se tenía que comerse lo que hubiera, sino que se lo tenía que comer creyendo que era algo repugnante.
Una vez traté de hacerle la broma a mi sobrino, el Ale. Regresábamos de Tikal al hotel y sin duda él llevaba hambre; así que preguntó que qué ibamos a almorzar. Yo le dije que no sabía, pero que suponía que comeríamos mono, como los mayas. Y bueno…el Ale no dijo nada; y se sentó a la mesa a comer su bistec, tranquilo y contento, creyendo que era mono.