Mis padres y tíos eran jóvenes, alegres y parranderos; de modo que para el Año Nuevo organizaban sus fiestas en la casa de mi abuela Frances y a los niños nos despachaban a la casa de mi abuela Juanita.
Ella y mi tía abuela, la mamita, montaban una fiesta para cuatro, cuyo propósito era conseguir que, en un ambiente alegre, los críos le diéramos la bienvenida al año nuevo.
La Mamita y la abuelita nos contaban historias; y así fue como supimos cómo era un viaje a Esquipulas –en la primera década del siglo pasado– para una niña de menos de 10 años, montada en un caballo llamado Chino. Así nos enterábamos de cómo era la vida en la Guatemala de cuando se amarraba a los chuchos con longanizas. Así oí que había unos juegos pirotéctnicos llamados toritos, que lanzaban luces multicolores y que perseguían a la gente durante las festividades.
Aquella fiesta no podía pasar sin que quemáramos cohetes. Pero como las dos viejitas eran prudentes, los que nos permitían quemar eran estrellitas y unas bolitas de colores que, al somatarlas contra el piso, estallaban. Nada de ametralladoras, varas, y otras cosas más complejas, que solo quemábamos en la Nochebuena, acompañados por mi padre.
Para la cena, mi madre dejaba la mesa puesta con buena cantidad de golosinas, así como con algún pequeño pavo o pierna que los niños íbamos despedazando poco a poco entre relato y relato. A veces, claro, nos vencía el sueño. Quién sabe si porque se iba haciendo tarde, o porque la voz de La mamita nos arrullaba, o por la copa de rompopo, vermouth, o marsala al huevo que se nos permitía tomar.
Cerca de la media noche, las viejitas se aseguraban de que la radio estuviera sintonizada en la estación que transmitiría El brindis del bohemio y de que nuestras pequeñas copas estuvieran llenas. Cada quién tenía sus doce uvas. Los dos mayores teníamos nuestras estrellitas y nuestras bolitas explosivas. Y cuando comenzaba el alboroto propio de la bienvenida para el nuevo año nos abrazábamos como si no nos hubiéramos visto en décadas. Y mis padres llamaban por teléfono y nos gritábamos ¡feliz año! como mejor podíamos. Y cada noche de Año Nuevo, no importa en dónde esté, siempre recuerdo esas fiestas, y en mi corazón les agradezco a las personas que me han dado una vida buena.
Columna publicada en El Periódico.