Mi tía abuela, La Mamita, contaba que a principios del Siglo XX ella acompañó a mi bisabuela, Gilberta, en su peregrinación a Esquipulas. La Mamita tenía una habilidad extraordinaria para contar cuentos e historias; y relataba aquel viaje con particular encanto.
Ella, que era una niña pequeña (porque además era menudita), viajaba en un pony llamado Chino; y las suyas eran historias de arrieros, de asaltantes, de noches al aire libre, y de aventuras. En la primera década del siglo pasado, esos viajes deben haber sido travesiás verdaderas. Cuando fuí El Mirador, montado en mula, recordé mucho a La Mamita y su viaje a Esquipulas.
Igualmente la he recordado ahora que leo que desde hace más de 20 años, 40 jinetes se reunen en Los Yumanes para cabaljar por 11 días en peregrinación a Esquipulas. En esa población hay una imágen a la que la gente le atribuye propiedades milagrosas.
Cuando yo era niño mis padres solían ir a Esquipulas cada tanto y, a nuestro modo, a finales de los años 60 y principios de los 70, era una aventura. Para comenzar nos levantaban antes de que amaneciera; y antes de que el sol saliera ya estabamos en camino. Recuerdo que comíamos en el camino, como les gustaba hacer a mis padres, y que llegabamos temprano a aquella célebre población. Mis padres seguían la costumbre de entrar hincados a la basílica y los niños los acompañabamos. Luego comprabamos los adornos típicos de la ocasión -que nos distinguían como peregrinos- y enfilábamos de vuelta a con rumbo a Longarone. Ahí nos esperaban la piscina, el almuerzo y la siesta, para luego volver a la ciudad.
La última vez que fuí a Esquipulas fue hace unos pocos años, en compañía de mi sobrino El Ale y de mi cuate, Raúl. En esa ocasión dormimos en esa población; y al día siguiente nos fuimos a Copán, Honduras, en donde pasamos tres días extraordinarios. Y cuando ibamos llegando a Esquipulas, de noche, no pude dejar de pensar en La Mamita y en el Chino.