Quizás esta es la comparación más inapropiada que he hecho; pero, mi abuelita Juanita era como un ratoncito. Menuda, silenciosa y discreta. Era algo estoica…pero con un toque epicúreo.
Me pasaba siempre que, cuando me despedía de La Juanis, se me hacía un nudo en la garganta; y creo que es porque yo tenía la impresión de que atrás dejaba algo muy frágil. Pero no era así. Era sólo que su fuerza era escondida y estaba adentro. En realidad era como un roble, o como un cedro oculto en el cuerpo de una espiga.
Se casó con mi abuelito Jorge y fue madre de mi madre, Nora y de mi tío Rony. Cuando se casó, el expresidente Manuel Estrada Cabrera participó la boda, en representación de los padres de mi abuelita Juanita, que habían muerto durante los sucesos de 1920.
En su vida soportó muchas adversidades y traiciones; pero si algún día quieres saber cómo no dejar de ser feliz, y si algún día quieres saber cómo ir por la vida deteniéndote a cada rato para oler el aroma de las rosas…ah, ojalá y hubieras conocido a esta dama.
No recuerdo qué música le gustaba y no veía la televisión; pero escuchaba la radio. Una vez, una sola vez que yo oía Y tú te vas, de José Luis Perales, me comentó: Que triste es esa canción. Y le gustaba mucho leer Selecciones. Decía que los Corn Flakes ya no eran como antes, porque antes sabían a malta y ahora no. Decía que los perfumes y las aguas de colonia de ahora no eran como las de antes; y nunca le gustó ninguna de las que yo le daba a oler.
Era dulcera y media. Mi madre cuenta que una vez se comió varias docenas de higos en dulce; y en su casa siempre había frutas en almíbar. Cuando no eran higos, eran manzanas, o mangos, o los que más me la recuerdan a ella: duraznos y cerezas. Ella me enseñó a hacer huevos chimbos.
En su casa, la carne, las frutas y las verduras siempre eran del día. Ahí no había tales de comprar provisiones para la semana, o la quincena.
Después del terremoto de 1976 vivió en casa de mis padres un tiempo; y en la noche, cuando yo iba a darle las buenas noches, siempre me ofrecía una copita de licor de Apry que había rescatado de aquella tragedia. Durante ese tiempo, oí de sus labios, durante largas conversaciones a media mañana, historias emocionantes y conmovedoras de su vida, que había sido una de novela. Las guardo como tesoros en mi corazón, y estarían en cintas si no se hubiera dado cuenta de que una vez la estaba grabando a escondidas y no me hubiera pedido que borrara la cinta.
La abuelita Juanita roncaba como olla de tamales. Dormía la siesta. No usaba anteojos. Caminaba rapidito. Iba a misa, pero no era fanática. Tenía sentido del humor.
Cuando mis jóvenes padres viajaban -o andaban de parranda- mi hermano, Juan Carlos y yo íbamos a vivir a la casa de la abuelita Juanita y de La Mamita (su hermana). Ese era un mundo centrado en nosotros; ligeramente sobreprotector, pero enormemente creativo y entretenido, que se podría decir que, a veces hasta se ponía un poco alejado de la realidad.
La abuelita Juanita era un ratoncito; ¡pero qué ratoncito!


