Gracias a mis amigos Fernando y Dinora, ayer tuve una vista espectacular del eclipse total de Luna.
Cerca de las 7:30 p.m., Selene se fue asomando, tímida, detrás de unos eucaliptos inmensos. Cubierta de velos de nubes, nos tuvo un buen tiempo intrigados y nerviosos pensando en que si ibamos a poder ver la totalidad de su eclipse, o no.
Como la Luna es caprichosa, aún en el siglo XXI, esperó hasta el último momento para descubrirse. Y ahí la vimos. Esplendorosa, brillante, cambiante. Pasó de plateada a anaranjada, roja, marrón y gris. Luces y sombras se combinaron para encantarnos con un espectáculo magnífico.
Y ahí parado, observando aquella maravilla y su precisión matemática, pensé en las pobres gentes que, siglos atrás, se aterraban cuando ocurrían los eclipses y que, en su ignorancia, se sometían a las exigencias y a las miserias del misticismo y de sus sacerdotes.
Mientras la Luna lucía sus galas, me acordé de que fui el toro enamorado de la Luna, de que tuve un restaurante llamado Luna Llena, de que hubo quien me dedicara un eclipse, de que pasé horas enteras observando a la Luna a través de mi telescopio y de que más de una vez le he aullado.
La ilustración la hizo mi sobrino, Luis Andrés, cuando tenía como 4 años, luego de ver a la Luna por medio de mi telescopio, cuando todavía lo tenía.