Entre otras famas, los chapines tenemos la de ingeniosos para poner apodos. Unos de mis favoritos son Clavo-de-lámina, para alguien que es delgado y cabezón; y El Sordo, para uno que es orejón.
Hasta a las cosas se les pone apodo en Guatemala. El Palacio Nacional es el Guacamolón, porque es de color verde; el Edificio Magermans de la zona 1 es La portaviandas, porque eso parece; y un avión de la extinta línea aérea de los mayas era La papaya voladora, porque estaba pintado del color de aquella fruta. Los arzobispos tampoco han escapado a aquella costumbre y de eso son testigos Sor Cotuzo y Sor Pijije, que eran Mario Casariego y Mariano Rosell respectivamente. En el colegio, a mí me decían Pingüino porque mis pies parecen las agujas del reloj a las diez y diez.
El 13 de enero pasado, vi una nota periodística que aludía a los apodos de los expresidentes de la República; y en la misma se consignaba, de forma incorrecta, que Vinicio Cerezo había sido el único mandatario que no había tenido apodo.
A Jorge Serrano le decían Marrano, para que rimara con su apellido y por su complexión obesa. A Ramiro De León se le decía Huevos tibios por su carencia de carácter. A Alvaro Arzú, el Padre Chemita le puso Mono de oro, por rubio; y a Alfonso Portillo le dicen Pollo ronco por su cara de ave de corral y por su voz gangosa. A Oscar Berger le dicen Conejo y, aunque él haya dicho en alguna ocasión que era porque corría rápido cuando jugaba beisbol, a nadie se le escapa que es por sus orejas grandes.
La historia de Alvaro Colom es interesante. El mote de Gavilán se lo puso su gente de campaña cuando compitió en las elecciones contra Oscar Berger (El Conejo). La idea era que el Gavilán se comería al Conejo, cosa que no sucedió. Y bueno…medio quedó lo de Gavilán, sin que los geniales creadores de aquel truco de campaña repararan en que la hembra de aquella ave es más grande que el macho; y en que el citado pájaro es un ave rapaz, palabra que quiere decir inclinado al robo, hurto o rapiña. Mi amiga, Marta Yolanda Díaz-Durán, llamó la atención sobre esta curiosidad en su columna de ayer.
Presidentes de antaño también tenían apodos, ¿cómo no? A Manuel Lisandro Barillas le decían Brocha, por su bigote; y a Manuel Orellana le decían Rapadura, por moreno. Jorge Ubico era el 5, que era su número de la suerte ya que su nombre y apellido tenían cinco letras cada uno. Carlos Castillo Armas era Cara de hacha, por su fisonomía y Vicente Cerna era Huevosanto, por cachureco. Rafael Carrera era Racacarraca porque decían que firmaba así ya que no sabía leer ni escribir. A Miguel García Granados lo apodaban Chafandín, tal vez por su aire aristocrático, o por hacer mofa de su carácter intelectual. Juan José Arevalo era Chilacayote, por grandote. El apodo de Carlos Enrique Díaz -presiente por un día- era Pollo triste.
Y bueno, ¿qué pasó con Cerezo? A él le decían Cemaco. Cemaco las tenía a todas bajo un techo.
Hoy por la madrugada terminé un texto sobre los huevos, y casi se me olvida el apodo del difunto Ramiro. Los chapines no tenemos misericordia cuando se trata de los apodos. Somos rudos más que técnicos.