Este año todavía no he comido persimones; pero, ¡Sorpresa!, ayer me encontré con un árbol de esas deliciosas frutas y es la primera vez que veo uno.
Los persimones siempre me recuerdan a mi abuela, Frances, en mi adolescencia. En aquel tiempo no eran comunes, ni conocidos, y ella compartía conmigo los suyos que le llevaba su comadre, Queta, cosechados del jardín de su suegro don Manuel, en Panajachel. La Abui, como le decíamos a mi abuela los comía crudos disfrutando de su dulzura y de su textura peculiar; o preparaba un pudding que sacaba lágrimas de emoción de lo delicioso que era. Freddy, que es primo de mi papá, me contó una vez que los primeros árboles de persimones que vinieron a Guatemala los trajo mi bisabuelo Federico y uno de esos arbolitos estaba en la casa de mi tía abuela, Olga, la mamá de Freddy.
Los persimones (junto con los chicos) son unas de mis frutas favoritas no sólo por su sabor, sino por sus color y textura. Esta es una caricia y, ¿sabes?, su pulpa tiene dos texturas distintas.