La impresionante ciudad maya de El Mirador colapsó durante el Período Preclásico y luego fue tragada por la selva. Ahora, cerca de su renacimiento, estaría por ser egullida por la irresponsabilidad, la negiligencia y la ausencia de estado de derecho.
Hoy nos enteramos de que el parque nacional El Mirador, de Petén, al que la administración socialdemócrata de Alvaro Colom pretende convertir en “la meca del turismo latinoamericano”, por medio de un megalómano proyecto llamado Cuatro Balam, está a punto de correr la misma
destrucción de otras “áreas protegidas”, porque la administración ha sido incapaz de retirar a invasores que se asentaron en el sector.
Todo esto no debería sorprendernos ya que, como lo que es de todos no es de nadie, tanto los bosques de Petén, como su riqueza arqueológica está en manos de taladores, invasores y saqueadores, frente a las narices de una administración pretenciosa, pero carente de autoridad e incapaz.
Ojalá que los chapines de la primera parte del Siglo XXI no atestiguemos el segundo colapso de El Mirador a manos de los invasores y de quienes los azuzan.
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El siguiente es el relato de mi visita a ese lugar magnífico.
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El aroma a copal inundó el aire, y desde lo más alto de la pirámide El Tigre, mis amigos y yo observamos el ocaso. A nuestros pies estaba ese inmenso mar verde que es la selva. Nos llevó dos días y tantito atravesarla, pero ahí estábamos al fin, en la cuna de la civilización maya: la ciudad colosal de El Mirador.
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Allá arriba, emborrachado por la luz, los aromas y los colores, uno no puede sino pensar en las personas que construyeron ciudades y calzadas a lo largo y lo ancho de esa jungla. Frente a nosotros estaba la La Danta, una mole increíble que mide 10 metros más que el templo IV de Tikal y cuya base ocupa el área de tres estadios de fútbol. La ciudad es inmensa, ¡y es unos 800 años más antigua que Tikal!
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En toda la cuenca de El Mirador hay unas 26 ciudades grandes; y en nuestra jornada a través de la selva visitamos: La Florida, El Tintal y La Muerta. No es fácil llegar a El Mirador; pero el duro viaje hacia esa ciudad formidable es el vivo ejemplo de cuando el camino vale tanto como el destino. Auxiliados por Billy Cruz, de Petén, mis amigos Silvia, Inés, Antonio y Raúl, así como mi sobrino Alejandro, y yo, emprendimos la aventura el 17 de diciembre pasado. Ale de 12 años, y yo, fuimos a lomo de macho; pero los demás caminaron por bosques interminables y por bajos intimidantes a través de humedales enormes.
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A veces el agua fangosa les llegaba arriba de la cintura, yo me caí cuatro veces de mi Rucio, y el Ale quedó colgando de un árbol en una ocasión. Tras horas de montar, más de una vez reviví mi pierna entumecida poniéndole una cruz de saliva, según la costumbre local. Y entendí lo que es ser terco como una mula. Vimos cualquier cantidad de orquídeas, aunque muy pocas en flor; extrajimos copal del árbol que lo produce. Conocimos el chicle. Vimos aves hermosas y el cielo más estrellado que uno pueda imaginar.
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Pero aquello es la selva, y no hay que olvidarlo. Vimos huellas de jaguar y escuchamos sus rugidos, junto a los de los monos aulladores. Dormimos en campamentos en los que el olor a serpiente era perturbador. A mi sobrino se le metió una tarántula en el zapato y le apareció otra en su carpa. Y tuvimos que esquivar ejércitos de hormigas feroces, algunas de ellas muy olorosas. Dormíamos como tiernos, aunque una noche se inundó el campamento y tuvimos que pasarla entre el agua. Una culebra zumbadora se atravesó en el camino y yo regresé con dos garrapatas conchudas, mostacilla y docenas de piquetes.
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El viaje a El Mirador fue toda una aventura, hecha más inolvidable gracias a los cuidados y a la extraordinaria habilidad de nuestro guía Henry Darwin; y gracias a la cocinera, Gladys. Por ella teníamos tortillas del comal y panqueques en plena selva. También por el asistente, Wilmer, y por los arrieros Manuel y Rudy que cargaban las 12 acémilas y montaban los campamentos con eficiencia.
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Mi corazón se aceleraba cuando entrábamos a algún sitio, cuando mirábamos algún montículo, y más, cuando llegamos a El Mirador. A lo largo de la jornada uno puede llegar a experimentar algo de lo que sentían los primeros exploradores de esas regiones en el siglo XIX. Yo pensaba mucho en Stephens y Caterwood, así como en los Maudslay, y también en mi amiga Mayra, que hace años estuvo perdida en la selva durante dos noches.
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En febrero de 2003, en el Museo Popol Vuh, tuve la suerte de conocer a Richard Hansen, el arqueólogo que está a cargo del proyecto de la cuenca de El Mirador. Y en esa ocasión quedé admirado del trabajo que está haciendo. Y desde entonces que tenía ganas de viajar hacia allá. A diferencia de otros sitios desarrollados, El Mirador todavía es un mundo perdido, ¡de verdad! y lleno de tumbas sin abrir. En él, uno no encuentra montones de turistas, ni mucha basura; y entra en contacto extremo con uno mismo, con la naturaleza y con grandes obras del genio humano. Por eso, la visita a aquella ciudad preclásica y los cinco días que pasamos en la jungla, fueron una experiencia física y psicológica inolvidable que enriqueció nuestras vidas.
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En la foto estoy junto a una estela, en El Mirador.
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This entry was posted on martes, agosto 5th, 2008 at 10:43 pm and is filed under Alvaro Colom, El Mirador, invasiones, Petén.
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[…] fui a El Mirador, nuestro guía, Darwin, tuvo la buena idea de llevar copal y quemar un poco mientras contemplabamos […]
[…] masco esta sustancia me acuerdo de mi viaje a El mirador y de aquella travesía por la selva en la que uno encuentra los chicozapotes marcados por los […]
[…] También he estado en Mixco Viejo, en Perú-Waká, en Gumarcaj, en Kaminaljuyú, en Copán y en El Mirador. Y no importa si es una ciudad grande, o una pequeña, me encanta visitar estos sitios. […]