Este año gané un Premio Charles L. Stillman por mi columna titulada ¿Hacia una reforma fiscal?, misma que fue publicada el 15 de julio pasado en El Periódico y aquí, en Carpe Diem. Por supuesto que estoy feliz, como una lombriz.
El Premio Charles L. Stillman es consecuencia del concurso homónimo. Los premios Stillman son entregados por el Consejo Directivo de la Universidad Francisco Marroquín, a los profesores universitarios -de cualquier universidad del país- que sean autores de las mejores investigaciones y columnas periodísticas sobre filosofía de la libertad y sobre el análisis económico del derecho y la política. Este, por cierto, es el cuarto Premio Stillman que recibo:
La columna ganadora de este año dice así: Los impuestos, como los conocemos, son una forma de robo. No son más que tomar dinero ajeno por la fuerza y repartirlo –políticamente– entre intereses particulares a los que, en muchos casos, los legítimos propietarios del dinero no les darían fondos de forma voluntaria y pacífica. Así, los impuestos menguan la calidad moral de las personas porque, acciones que podrían ser benevolentes, se convierten en forzadas, obligatorias y desprovistas de virtud.
Dicho lo anterior, y como desde niños se nos entrena a no cuestionar las potestades expoliadoras de los políticos socialistas y de sus funcionarios, celebro que se esté hablando seriamente de una reforma fiscal que comience con mejorar la calidad del gasto y hacerlo transparente. Aunque suene a Viólame, pero solo un poquito, una reforma de este tipo es mejor que la política depredadora que prevalece.
Para citar una analogía de James Grant, en The Golden Rule of Fiscal Discipline, hasta ahora les hemos dado a los políticos una tarjeta de crédito sin límite, sin intereses, sin cuota de membresía y sin vencimiento; pero lo que deberían tener, si tanta es la necedad, es una tarjeta de débito.
Ningún pacto fiscal debe ser aceptado, por los tributarios, si se negocia entre grupos de interés, sin tomar en cuenta a los tributarios. Ni Hillary Clinton, ni Francisco Dall’Anese, ni la exguerrilla tienen que decirnos cuántos impuestos hay que pagar.Ningún pacto fiscal debe ser aceptado si los tributarios no tienen evidencias de que la corrupción ha sido detenida, de que el presupuesto ha dejado de servir a grupos de interés, y de que se han reducido la mala administración y el desperdicio.
Si es necesario pagar el costo de tener gobierno, los impuestos no deben crear ventajas, ni desventajas para las personas que se dedican a una, u otra actividad social. Los impuestos deben ser simples y los tributarios deben saber por qué están pagando. No deben obstaculizar la formación de capital, ni sabotear las oportunidades de bienestar, ni debilitar la economía. Deben ser limitados.
Una reforma que no tome en cuenta aquello no es más que otro esquema de expoliación y debe ser rechazado por los tributarios; ya que sobre ellos es que pesa el costo de las partidas de transferencia de recursos, los desperdicios y la corrupción. Sobre ellos pesan las partidas que asfixian la prosperidad.