Leo, en Prensa Libre, que para los comicios de septiembre próximo el Tribunal Supremo Electoral colocará más de siete mil nuevas mesas de votación; algunas en caseríos y aldeas donde nunca antes se habían instalado urnas.
Le echo un ojo a la bola de cristal y me atrevo a decir que el porcentaje de votantes no crecerá y que el esfuerzo será peligroso cuando no inutil.
Inutil porque “no es que como Mahoma no va a la montaña, la montaña tenga que venir a Mahoma”. La gente no vota porque no hay por quien votar. Los candidatos actuales y sus supuestas plataformas no se distinguen unos de otros. No ofrecen más que lo mismo. No tienen credibilidad, ni liderazgo. Cada vez hay más gente que se da cuenta de que “lo importante no es cambiar al piloto, sino que es necesario cambiar al pichirilo”. El sistema es el que está podrido y aunque a la gente le lleven la urna a su casa, la gente se pregunta ¿vale la pena?
Peligroso, porque siempre recuerdo una conversación que escuché cuando tenía unos 13, o 14 años. Este grupo de personas contaban cómo es que en las fincas y en los caseríos se hacían tremendos fraudes. Como se anulaban votos, como se perdían urnas, y cómo se engañaba a la gente.
Las elecciones, en los últimos años, han sido limpias y transparentes, no porque la gente haya adquirido “conciencia democrática”, sino porque hacer fraude se ha hecho difícil. Especialmente en aquellos rincones del país que más parecen feudos que otra cosa. En fin, a lo mejor mi bola de cristal y yo nos equivocamos. Pero no está de más prevenir, ¿o no?