En 1986 las campanas doblaron por mi padre, que dejó de existir casi a la misma edad que tengo ahora (en 2006); y desde entonces, el Día del Padre no ha sido lo mismo para mí.
Extraño a mi padre cuando tengo un éxito, y lo extraño más cuando tengo un fracaso. Lamento mucho que no esté aquí para ver a sus nietos creciendo y para ver sus caras de felicidad cuando gana su equipo en el Mundial de Futbol.
Mi padre me enseñó a limpiar calamares, a sentarme a leer tranquilamente al final de la tarde, a montar moto, a cangrejear en la playa, a preparar “Bloody Marys”, y a cantar “En un bosque de la China” y “Pajarillo barranqueño”.
Me enseñó a hacer castillos de arena y me construyó un invernadero cuando yo era orquideólogo. Me enseñó tiro al blanco y seguramente hubiera preferido que yo fuera beisbolista, a que fuera orquideólogo; pero recuerdo que estaba muy contento cuando gané mi primer Mención Honorífica en una exhibición nacional.
Con mi padre íbamos a La Placita Quemada a comprar mariscos, donde una señora que tomaba sangre de tortuga.
Íbamos cada 1 de noviembre al Cementerio General a visitar la tumba de su padre, y con mis hermanos entrábamos a pie. Él, además, había inventado la historia de un lorito suyo, de nombre Vito, que había sido piloto. El avión de Vito había sido derribado durante la Liberación y se hallaba enterrado cerca de la tumba de mi abuelo. Así que mis hermanos y yo llevábamos flores para el padre de mi padre, y flores para el lorito caído.
Al final de sus días discutíamos mucho. Él, sin lugar a dudas, era un constructivista irredento; y yo, soy un convencido total de la existencia de órdenes espontáneos. El era un apasionado con un corazonote así de grande; y yo que soy un objetivista, que sin duda le parecía exageradamente racional.
Mis padres eran muy jóvenes, y nada me daba más gusto y orgullo que el mío me presentara como su hermano y que cuando iba por la calle, con mi madre, alguien silbara y me dijera, “¡Adiós, cuñado!”
Su última foto se la tomé junto a su Mustang, el mismo en el que hizo su viaje final. Y por cierto que, pocos años antes, había pasado por una crisis financiera. Eso lo lastimó mucho; pero nunca perdió su magnífico sentido del humor. De hecho, para pasar el aguacero vendía contratos funerarios; y en sus tarjetas, ¿qué cree usted que decía? “Luis Figueroa, asesor en viajes celestiales”.
La última vez que lo vi yacía bien rasurado, todo conectado a tubos, inconsciente, y aparentemente tranquilo.
Y no alcancé más que a decirle, muy quedito y entre dientes: “¡Gracias, fuiste un padre divertido! y te voy a extrañar”.
Esta es la nota que, sobre mi padre, escribí para el 17 de junio de 2006; la comparto con ustedes porque hoy es el Día del Padre, y para quienes son padres y nuevos lectores de Carpe Diem.