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José García Sánchez, propietario del estudio fotográfico La exposición, fue El hombre que fotografió la Historia. Con ocasión de los terremotos de 1917 y 18 él y su esposa se hallaban en la Catedral de la ciudad de Guatemala. El tomó una foto de la nave, viendo hacia el Poniente e inmediatamente ocurrió el sismo que derribó la cúpula y destruyó parcialmente aquel edificio. Gracias a que él se hallaba ahí, en ese preciso instante, nos legó fotografías -separadas por pocos segundos- que retratan aquella gran tragedia. Así me lo contó mi cuate, el doctor Jorge Mario Zebadúa G., nieto de don José.
De don José, el autor de Imágenes del recuerdo (en Prensa Libre), Armando Moreno, escribió: don José García Sánchez, fue el hombre que dejó plasmada parte de la historia gráfica de Guatemala, en sus momentos de alegría y tragedia. Español de pura cepa, llegó a Guatemala con una compañía de zarzuela, se enamoró de Guatemala y se quedó aquí para siempre. Falleció hace ya algunos años. En diversas oportunidades la pregunta obligada de los amigos lectores es ¿Y cómo consigue las fotos? Hoy contestaremos la pregunta adjunta a la evocación de uno de los más grandes fotógrafos que ha tenido Guatemala, gráficas que él tomó personalmente durante una época que ya es historia en nuestro medio. En los libros “La calle donde tu vives” [de Héctor Gaitán] se han publicado.
En 1970, Arturo Taracena F. editó el libro Los terremotos de Guatemala, Album conmemorativo del cincuentenario (1917 y 18-1968) , que fue publicado por la Tipografía Nacional.
El álbum con las fotos de don José García S.
En el libro, Taracena cuenta que para conmemorar el cincuentenario de los terremotos que destruyeron la ciudad de Guatemala, se presentó en el pasaje del Palacio Nacional una exposición de fotografías alusivas. Este álbum ofrece la imagen de Guatemala antes de los terremotos y de los efectos de aquella catástrofe a fin de perpetuar su recuerdo ante las nuevas generaciones, las cuales tendrán, como es natural, cada día menos noción de la magnitud y consecuencias de la dramática prueba de los terremotos ocurridos entre el 25 de diciembre de 1917 y el 24 de enero de 1918. La idea conmovedora de la destrucción material, proporcionada por las fotografías, se completa con la lectura de dos de las emocionadas e impresionantes crónicas de José Rodríguez Cerna, reproducidas de su libro “Entre Escombros”, publicado a mediados de 1918, haciendo verdad su título, literalmente entre escombros, frescas, patentes, las terribles escenas vividas por los guatemaltecos de entonces.
Algo de lo que escribió Rodríguez Cerna:
La ciudad alegre y confiada tuvo en la noche del 25 el despertar del terremoto. Un instante bastó para que el “Aquí fue Guatemala” fulgurara en el muro sombrío; y el techo se desplomó sobre los desprevenidos comensales de la vida… Nada permanecía en pie. Los edificios caían con sordo estruendo o como con quejidos lastimeros, envueltos en el espeso sudario de un polvo de asfixia. En una inverosímil embriaguez, como una bacante loca, la ciudad se entregaba a la más trágica de las danzas, presa de un vértigo sin nombre. Las maderas unificaban su fracaso en un solo estrépito infernal. Por los techos rotos, a través de los claros que dejaban las tejas que a chorros caían a la calle, el cielo se asomaba por primera vez… Apagada la luz eléctrica, la catástrofe exterminó con la complicidad de la tiniebla. Y arriba, aunque velada por el polvo, la ironía de una luna veraniega poniendo su manso contraste de claridad sobre el pavor indescriptible; aunque a las veces parecía también pálida de miedo… Las gentes saltaron enloquecidas y semidesnudas de los lechos. Entre la oscuridad y el tumulto del maderamen y de los muros que caían, los niños fueron llevados casi a rastras. Las pequeñas camitas, cerca de las cuales pudiera aún oírse vibrar de alas angélicas, quedaron destrozadas, como frágiles cuerpos… el loco terror se daba cuenta de lo que sucedía. Un inmenso grito de desesperación subió desde todos los ámbitos hasta los cielos impasibles y serenos… Llegaban veloces mensajeros de horror, con detalles del cataclismo, que en cada barrio se creía mayor que en los demás. Para escuchar los detalles espeluznantes la curiosidad se arremolinaba en corrillos ansiosos, que se estremecían a cada relato: Por los suelos los templos, los edificios públicos, las casas famosas por su lujo o su belleza… Poco a poco la ciudad se fue convirtiendo en campamento. Las primeras covachas, las improvisadas barracas, surgieron entre la arboleda de los parques, a lo largo de las calles, dentro de los solares, en los campos vecinos. Fue un heterogéneo conjunto de materiales, en que el zinc fraternizó con el petate y la madera con flotantes telas. La metrópoli cobró un vistoso y bizarro aspecto de agrupación de beduinos y de conglomerado de esquimales… Al aire libre ardieron fogatas y aparecieron puestos de venta. La oferta y la demanda entablaron su antigua disputa bajo cualquier toldo tambaleante. Las abluciones mañaneras se hacían a la vista de todo el mundo: se iniciaba la promiscuidad de la desgracia. Lo que se pudo salvar se aglomeraba en montón: sillas sobre camas, consolas de mármol a la par de enseres de cocina. Se oyeron las primeras risas y todos contaban a todos dónde y de qué manera les había sorprendido el terremoto. Hubo chisporrotear de anécdotas y asomó la eterna vanidad en el relato de sucedidos estupendos y salvaciones milagrosas...
Los terremotos de 1917/18 y yo
Tuve la dicha de que mi abuelita Juanita y mi tía abuela La Mamita me contaran, durante mi niñez y mi adolecencia, sus experiencias durante aquellos terremotos. La casa de mi bisabuela, Gilberta, quedaba en la Quinta avenida y 15 calle de la zona 1, justo al lado del consulado de los Estados Unidos de América, edificio que cayó parcialmente en el patio de mi bisabuela. Ella y su familia se mudaron al campamento que se instaló en el vecino Parque Concordia y ahí pasaron unos días antes de conseguir un alojamiento mejor en lo que su casa era descombrada. Por ella supe de las angustias y las penas, las privaciones y las incomodidades. Relatos y experiencias que luego viviría -salvando las distancias- en el terremoto de 1976.
¿Por qué compartir estas fotos?
Francis Gall, presidente de la Sociedad de Geografía e Historia de Guatemala, le escribió a Taracena Flores y le dijo:
- Los terremotos de 1917-1918 echaron por los suelos la mayoría, si no todas, las construcciones que eran orgullo de la ciudad, como lo demuestra la valiosa serie de sus fotografías.
- Las fotografías dan una idea completa de la magnitud de los sismos y constituyen los únicos testimonios gráficos existentes de los fenómenos telúricos acaecidos hace 50 años [96 años, ahora]. Son, de consiguiente, importantes documentos que muestran lo que era la ciudad antes del aciago mes de diciembre de 1917.
- De consiguiente, opino que debe hacerse un esfuerzo para publicación de todas las fotografías, por constituir valiosos documentos que hablarán a la posteridad y que, gracias a su conocida acuciosidad y devoción hacia lo nuestro, con ímprobos trabajos usted ha sabido reunir.
Celebro, pues, que mi cuate Jorge Mario Zebadúa G, nieto de El hombre que fotografió la Historia, haya compartido conmigo estas fotografías y el libro de Taracena Flores. Estoy seguro de que los lectores valoran ese gesto, y que lo valorarán muchas generaciones de chapines más.
Fascinante a pesar de lo terrible. Me imagino que hay libros con fotos del terremoto de 1976. Mi mamá decía que estos fríos tan espantosos eran presagio de terremoto. Espero que haya estado muy equivocada. También decía que los frios “se llevaban” a los viejitos y a las personas muy enfermas.