La fatal arrogancia en política

Los intentos constructivistas por promover instituciones, valores, ideales y precios desde arriba no toman en cuentan los procesos históricos de desarrollo, ni la dispersión del conocimiento y ni el orden espontáneo propio de la organización social.  En esa dirección, Friedrich A. Hayek definió como una fatal arrogancia de los planificadores centrales, el hecho de creer arrogantemente que la información que poseen es toda la información existente, o toda la información atingente.   Esa arrogancia tiene resultados fatales en las sociedades.

De esto me acordé cuando leí que parece que saben cuál es el número de partidos políticos que debería haber en la sociedad guatemalteca.  De ahí que haya una especie de rechazo a la proliferación de organizaciones políticas partidistas.

Es cierto que los partidos políticos chapines no son esas plataformas filosóficas y programáticas que funcionan como intermediarios entre quienes ejercen el poder y los gobernados.  Es cierto que son, o terminan siendo roscas de amigos y clientes, maquinarias electoreras, diseñadas para obtener un boleto en los comicios y controlar el poder, o influir en él.

Por un lado, y si aquel es el mal de fondo, el problema no es el número de partidos, sino la perversión del concepto mismo de partido.  A final de cuentas, los partidos son lo que son porque la demanda política no pide más.  Por otro lado, ¿quién puede pretender, arrogantemente, que tiene la información necesaria para saber cuál es el número ideal de partidos políticos en una sociedad cualquiera?

Sólo la demanda política sabe a qué partidos apoya  y por qué.  Sólo la demanda política sabe cómo apoya a los partidos y por qué. Sólo la demanda política sabe cuánto tiempo apoya a los partidos y por qué.  Y la demanda política está en cambio constante.  Los principios -si lo son- permanecen, porque son generales; pero lo que es circunstancial está en cambio y en movimiento contantes.

Es un error arrogante creer que podemos diseñar y construir, forzadamente,  instituciones para una sociedad, sólo porque las que hay no nos gustan.  Lo que sí podemos es persuadir a los miembros de la sociedad para cambiar el estado de cosas que no nos gusta.  Y en ese sentido, la educación de la demanda política juega un papel muy importante.  Por eso no se debe poner el carro antes que el caballo.  Una modificación legalista que impida la libre formación de partidos de todos los sabores y colores, y que obligue a algún tipo de consolidación artificiosa, será una falso remedio.  Lo será porque si no es precedida por las convicciones cívicas de una demanda política que ha aprendido de sus errores y que ha sido persuadida de que hay mejores opciones, aquella modificación no sólo será un fracaso, sino que servirá a quién sabe qué intereses.

Es posible que algunos planificadores arrogantes crean que el espectro político está compuesto por la izquierda, el centro y la derecha; o por los colectivistas y los individualistas; o por los conservadores y los liberales; o por gases y cacos.   Los gases y los cacos, por cierto, eran los motes que recibían los partidos realista e independentista en tiempos de la Independencia de Centroamérica; nomenclatura que cambiaría, poco después a serviles y fiebres para distinguir a conservadores  y liberales.

La creencia de que se puede fabricar un bipartidismo, o un tripartidismo para mejorar la calidad de la oferta política es una fantasía planificadora.  La calidad de la oferta política sólo va a mejorar -independientemente de cuántos partidos haya- cuando eso le importe a la demanda política.  No antes.

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