Un fantasma recorre el Congreso de la República, y es el espectro de una reforma electoral. De que una reforma es necesaria no hay duda alguna, pero no cualquier reforma.
Sería absurda, por ejemplo, una reforma que forzara la igualdad de candidaturas entre hombres y mujeres, o una similar de carácter etnicista. Sería muy atinada una reforma que eliminara los listados para elegir diputados y que les reconociera a los electores la facultad de votar individualmente por candidatos con nombres y apellidos. Atinada sería, también, una reforma que respetara la libertad de conciencia y la libertad de asociación de los diputados, y eliminara la prohibición de cambiarse de partido, prohibición que sólo sirve para mantener la hegemonía artificiosa de los partidos políticos.
Estoy convencido de que no es bueno —para la república— limitar la duración de las campañas electorales, práctica que sólo sirve a los intereses de los partidos bien establecidos.
Debe ser totalmente inaceptable cualquier reforma que mengüe la autoridad y autonomía del Tribunal Supremo Electoral. Es by the book la práctica de cualquier pretensión de dictadura socavar al TSE. No cabe, por ejemplo, reducir el período de los magistrados.
Para beneficio de los electores, los tributarios y la salud de la república, los partidos políticos no deberían estar facultados a tomar dinero de los impuestos. En Argentina, el presidente Javier Milei acaba de proponer precisamente eso: Eliminaremos el financiamiento público de los partidos políticos. Cada partido tendrá que financiarse con aportes voluntarios de donantes y afiliados, dijo.
Milei también propuso que toda persona condenada en segunda instancia por corrupción no pueda ser candidata en elecciones nacionales, y que cualquier exfuncionario que tenga condena firme por corrupción pierda todo beneficio que tenga por haber sido funcionario. ¿Ves qué maravilla?
Esta oportunidad de reforma electoral no debe ser para que la casta política “se sirva con la cuchara grande” y refuerce el carácter clientelar y de roscas que tienen los mal llamados partidos políticos. Tampoco debe servir para que, a la hora de que ocurran elecciones de dudosa legitimidad, el TSE esté castrado. De modo que, ¡Ojo, pues!
¿Qué reformas deberían ser bienvenidas? Las que refuercen y fortalezcan el rol de los mandantes y del sistema republicano. La creación de distritos electorales pequeños y la reducción del número de diputados son dos reformas que deberían ser seriamente consideradas.
Una reforma electoral es buena si crea incentivos para que los partidos no se distancien de los electores; y si apunta a disminuir el nivel de descontento que hay —entre los mandantes y los tributarios— contra una casta política privilegiada, abusadora, corrupta e inepta. El régimen de Maduro/Cabello no es casualidad… es la consecuencia de décadas de política privilegiada, abusadora, venal e inepta, y de grupos mercantilistas que la consintieron y se beneficiaron de ella.
La ley electoral —y los políticos— debe respetar el derecho de propiedad en los medios de comunicación; y aquellos no deben tener la facultad de utilizar espacio y tiempo ajenos para difundir su propaganda. Este es un caso típico en el que los derechos individuales deben prevalecer sobre los intereses particulares.
Al final, hay que recordar que los objetivos de la reforma política deben ser fortalecer el sistema republicano, limitar el poder de los que ejercen el poder y contribuir a la maduración cívica de los electores y elegidos.
Pero una reforma como aquella debe pasar por los partidos, por los diputados y por los pipoldermos; de modo que el rol de la opinión pública para hacerla realidad es fundamental. Como es fundamental tu participación como tributario, elector y mandante. Porque la opinión pública no se hace sola. Y si la casta no siente la presión, vas a seguir pagando, pagando y pagando, no sólo desde tu billetera, sino moralmente, que es lo peor.
Columna publicada en República.