Mirada profunda a las trampas de la democracia

 

Cuando seamos mayoría no tendréis otra opción que aceptar la sharía, dijo un islamista al advertir que algún día tendremos una mayoría musulmana aquí en Canadá.  Esa es la idea que muchas personas tienen de la democracia; que en la democracia la mayoría manda y que por ser mayoría está facultada para imponer legislación y valores sobre la minoría, sobre todo si la minoría es la más pequeña que hay…el individuo.

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Aquí en Guatemala he oído presidentes decir que como fueron electos por la mayoría, ellos mandaban.  Mucha gente cree, de verdad, que mandar es una facultad que deberían tener los mandatarios porque han sido electos por la mayoría.  Sin reparar en que el mandatario está al servicio de los mandantes y en que los mandantes son los ciudadanos y los tributarios; y sin reparar en que las mayorías que eligen presidentes en Chapinlandia en realidad son sólo la mayoría de la minoría que acude a los comicios y vota válido.

Algunos políticos se ponen tan jacobinos que argumentan que, si los representantes de los electores en el Congreso no hacen lo que demanda el ejecutivo electo por la mayoría de la minoría, podrían hacer uso de multitudes en las calles.  Y esto nos lleva a un libro que acabo de leer en un seminario con colegas: La libertad y la ley, por ese extraordinario jurista que es Bruno Leoni, y acompañados por ese doctor de la ley que es Ricardo Rojas.

Dice Leoni que ningún sistema representativo basado en elecciones puede funcionar bien mientras las elecciones se hagan con objeto de alcanzar decisiones de grupo mediante la regla de la mayoría, o cualquier norma cuyo efecto sea coartar al individuo del lado perdedor del electorado.

Como escribió Friedrich A. Hayek, probablemente la democracia sea el mejor método de conseguir ciertos fines; pero no constituye un fin en sí misma. ¿Qué fines? Elegir autoridades, por ejemplo, o decidir si en el pueblo se va a construir una cancha de fútbol, o un salón comunal.  El peligro está en que la democracia se degenere hasta el punto de que la gente crea que lo justo es lo que la mayoría decide como tal.  De ahí la importancia de los principios, sobre todo el de respeto a los derechos individuales de todos por igual; y el de no agresión.

Ninguna mayoría, y ciertamente ningún grupo que diga representar a la mayoría, debería tener la facultad de violar los derechos individuales de los individuos que constituyen minorías; y tampoco debería tener la facultad de iniciar el uso de la fuerza contra las personas.

Leoni lo pone así: Un puñado de personas no se puede calificar de “mayoría”, en comparación con la persona a la que roban. Ni siquiera si usan la legislación para cometer expoliación.

De ahí que el principio de limitación de poder sea fundamental para cualquier república sana.  ¡Más importante que la herramienta del sufragio, más que la regla de la mayoría y más que el concepto de democracia dogmática!  Y nadie, nadie, nadie tiene representación válida alguna para utilizar el poder -ni siquiera el legislativo- para violar derechos individuales, ni para iniciar el uso de la fuerza en las relaciones sociales.

Y, sin embargo, aquello ocurre con demasiada frecuencia entre nosotros; y Leoni explica que “un concepto agresivo de la legislación para hacerla servir a intereses particularistas ha subvertido el ideal de la sociedad política como entidad homogénea o, incluso como sociedad simplemente.  Las minorías, forzadas a aceptar los resultados de una legislación con la que nunca estarían de acuerdo en otras condiciones, se sienten injustamente tratadas y aceptan su situación sólo para evitar cosas perores, o la consideran como una excusa para obtener en su favor otras [normativas] que, a su vez, perjudicarían a otras personas”.

Por eso es que la sociedad precaria chapina está en descomposición.  Cada grupo de interés que llega a controlar el poder cree que tiene la facultad moral para producir legislación a la medida de sus exigencias; y luego -cuando es minoritaria- no quiere vivir bajo las reglas que ella produjo.  Y así se genera, no un círculo, sino un huracán vicioso de conflictos. 

La vida en sociedad no se trata de una guerra de imposición de valores por medio de la legislación; se trata de encontrar los principios mínimos que favorezcan la cooperación pacífica en persecución del bienestar y de la prosperidad. Sin coerción, y sin privilegios.

Columna publicada en República.

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