A mí me incomoda la pena de muerte, y sobre todo en sociedades en las que el debido proceso no tiene una tradición afincada y en las que el organismo judicial no ha demostrado independencia plena. Dicho lo anterior, una de las cosas más malas que pueden ocurrir, en sociedades como aquellas, es que, en el caso de los condenados a la pena capital, esta se aplique, o no, como consecuencia de una decisión política del Ejecutivo; y no como una decisión judicial del Organismo Judicial. Y eso es lo que ocurre cuando es al Presidente de la República al que le toca decidir si se ha de aplicar, o no una sentencia emitida por los tribunales, luego de todas las instancias correspondientes.
Estoy convencido de que más que, contra la delincuencia, la certeza de la aplicación de la pena es más efectiva que la severidad de la pena. Creo que la impunidad generalizada, más que la falta de módulos letales, cadalsos y paredones, es lo que contribuye a la proliferación de la delincuencia.
Los delincuentes que cometen actos horribles, espantosos, innombrables y abominables, merecen penas ineludibles. Y esa ineludibilidad es más efectiva, que la amenaza de penas que nadie va a tener las agallas de hacer cumplir, o que pueden ser evadidas.
Alvaro San Nicolás Colom hará muy bien si veta este disparate.