Minerva en Guatemala. La presencia de la diosa romana en las artes y en la guerra ordenada en el gobierno de Manuel Estrada Cabrera fue el título de una conferencia que ofreció el investigador e historiador Ricardo del Molino en el Museo Popol Vuh.
En dos platos, Ricardo nos contó que el régimen de Estrada Cabrera fue la más pura y profunda manifestación política del positivismo de Augusto Comte no sólo en Hispanoamérica, sino en el mundo. ¿Y qué es el positivismo? Una filosofía que sostiene que todo conocimiento genuino es el resultado de la interpretación de hallazgos sensorialmente observables y verificables. Es decir, de hallazgos medibles y contables.
Los positivistas creían que los fenómenos sociales eran susceptibles de ser observados y comprehendidos mediante el mismo método que se usa en las ciencias naturales. Su lema político, plasmado en la bandera de Brasil, es Orden y progreso. El propósito de la guerra ordenada, enunciado arriba, era el de imponer un orden social; y en ese contexto, los positivistas estaban convencidos de que el progreso era imparable y sólo traía cosas buenas.
Marte, pues, es el dios romano de la guerra agresiva, irracionalmente violenta y conflictiva; en tanto que Minerva es la diosa de la guerra ordenada y racional contra la ignorancia y la barbarie, por la educación y por la ciencia. Pero más que científico y racional, el positivismo era cientificista y racionalista; y gozaba de buena prensa. ¿Has leído Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos? ¿O por lo menos has visto la peli con María Félix? La hacienda Altamira y el protagonista Santos Luzardo son símbolos positivistas que estaban muy vivos en 1929, y décadas más tarde.
Lo fascinante de la hipótesis de Ricardo es que el tirano de los 22 años deja de ser sólo el dictador caprichoso y sediento de poder que pintaron Rafael Arévalo Martínez y Miguel Ángel Asturias (este último con una maestría admirable), sino que su gobierno (quizás agriado por la muerte temprana y trágica de sus hijos y por una serie de atentados), se enmarca brillantemente en el contexto de una filosofía que gozaba de mucho prestigio desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX…y sobrevive en el XXI.
A mi lado liberal clásico el positivismo le incomoda porque quienes hemos leído a Friedrich A. Hayek y a otros autores similares entendemos que el progreso no es inevitable y entendemos que lo que conocemos como progreso social en realidad es evolución social. Entendemos, por ejemplo, que lo que la gente conoce como progreso, no siempre trae cosas buenas porque la evolución social es un largo proceso de prueba y error. Y entendemos que el ideal de orden y progreso es peligroso porque…bueno…es constructivista, ¿quién va a ser el ordenador? ¿Qué entiende ese ordenador por orden? ¿Qué entiende por progreso? ¿El orden y el progreso van a ser a costa de la libertad? ¿Van a ser a costa del individualismo? ¿Van a ser medidos desde una perspectiva colectivista?
Eso, sí, como dice Hayek, sin las fuerzas que producen eso que llamamos progreso, la civilización y todo lo que valoramos -y ciertamente casi todo lo que distingue al hombre de las bestias-, o no existiría o no podría mantenerse por más tiempo.
A mi lado objetivista el positivismo le incomoda porque Comte fue quien desarrolló el concepto de altruismo en su Catecismo positivista. No debemos confundir altruismo con benevolencia, sino que hay que entenderlo en su significado original: la idea de que todos estamos moralmente obligados a vivir para los demás y que, por lo tanto, no existen los derechos individuales. Apunta hacia una supuesta identidad de los intereses personales con los de la comunidad y no sorprende que -por esa vía y poco más tarde- otros pensadores hayan arribado a la idea espantosa de que el pueblo es el Estado y el Estado es el pueblo. Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado.
Ayn Rand explicó que para el altruismo el “beneficiario” de una acción es el único criterio de valor moral y en tanto que el beneficiario sea cualquiera menos uno, todo se vale.
Entender a don Manuel Estrada Cabrera y sus minervalias en un contexto neoclásico -más universal que el de la dictadura hispanoamericana ramplona- le da dimensiones nuevas (que no necesariamente buenas) al período de la historia guatemalteca entre 1898 y 1920. También invita a pensar qué del positivismo comtiano -racionalista y constructivista- todavía está bien, bien vivo entre nosotros los chapines para desgracia nuestra.
Columna publicada en República.