En diciembre pasado hizo 18 años que caminé por la selva petenera rumbo a El Mirador. Todavía me fascina todo lo que tiene que ver con el reino Kan y no pude sino alegrarme de que han sido encontradas una cantidad increíble de ciudades y calzadas que hacen de la Cuenca Mirador un sistema integrado. Los descubrimientos con tecnología LiDAR y el liderazgo del arqueólogo Richard Hansen así como el profesionalismo de su equipo, nos están descubriendo un mundo que ni imaginábamos.
Cuando uno ha viajado bajo el dosel espeso de los árboles, en la selva, bajo el cual oyes que llueve, pero la lluvia no llega al suelo debido a lo espeso del follaje en las alturas, uno se da cuenta de lo fascinante que es la tecnología que permite ver estructuras y ciudades ocultas por la jungla.
La imaginación se dispara cuando uno trata de traer a la vida toda aquella infraestructura, al servicio del comercio, de la política y de la guerra. Porque, ¿ya sabes, verdad? Los mayas no eran aquellos matemáticos y observadores de estrellas pacíficos con los que fantaseó Eric Thompson.
Me deja papo el hecho de que los mayas hayan conseguido los niveles de complejidad que consiguieron en un ambiente tan hostil como el de las tierras bajas. Otras grandes civilizaciones de la humanidad prosperaron al lado del Nilo, del Ganges, del Yangtse y del Tigris y el Éufrates, pero los mayas prosperaron en las selvas y a merced del agua de lluvia.
Como durante mi visita al reino Kan tuve la dicha de conversar con nuestro guía, Darwin, y con la cocinera, los muleros, y el ayudante, se lo valioso que es el involucramiento de los habitantes de la cuenca en la explotación racional de aquellas maravillas. Se que los saqueadores, los ladrones de madera y los narcos son amenazas para quienes viven pacíficamente en el área y para quienes quisieran visitarla. Se que esos problemas son camisas muy grandes para el gobierno y se que la riqueza potencial de El Mirador sólo será aprovechable significativamente si hay un involucramiento más profesional de quienes viven por allá y un involucramiento del sector privado; y por si acaso, por sector privado me refiero al sector voluntario de la economía, en oposición al sector coercitivo de aquella.
Dicho lo anterior, te comparto lo que escribí en 2005 luego de mi visita a El Mirador:
El aroma a copal inundó el aire, y desde lo más alto de la pirámide El Tigre, mis amigos y yo observamos el ocaso. A nuestros pies estaba ese inmenso mar verde que es la selva. Nos llevó dos días y tantito atravesarla, pero ahí estábamos al fin, en la cuna de la civilización maya: la ciudad colosal de El Mirador.
Allá arriba, emborrachado por la luz, los aromas y los colores, uno no puede sino pensar en las personas que construyeron ciudades y calzadas a lo largo y lo ancho de esa jungla. Frente a nosotros estaba la La Danta, una mole increíble que mide 10 metros más que el templo IV de Tikal y cuya base ocupa el área de tres estadios de fútbol. La ciudad es inmensa, ¡y es unos 800 años más antigua que Tikal!
En toda la cuenca Mirador hay unas 26 ciudades grandes [ahora se sabe que hay centenare]; y en nuestra jornada a través de la selva visitamos: La Florida, El Tintal y La Muerta. No es fácil llegar a El Mirador; pero el duro viaje hacia esa ciudad formidable es el vivo ejemplo de cuando el camino vale tanto como el destino. Auxiliados por Billy Cruz, de Petén, mis amigos Silvia, Inés, Antonio y Raúl, así como mi sobrino Alejandro, y yo, emprendimos la aventura el 17 de diciembre pasado. Ale de 12 años, y yo, fuimos a lomo de macho; pero los demás caminaron por bosques interminables y por bajos intimidantes a través de humedales enormes.
A veces el agua fangosa les llegaba arriba de la cintura, yo me caí cuatro veces de mi Rucio, y el Ale quedó colgando de un árbol en una ocasión. Tras horas de montar, más de una vez reviví mi pierna entumecida poniéndole una cruz de saliva, según la costumbre local. Y entendí lo que es ser terco como una mula. Vimos cualquier cantidad de orquídeas, aunque muy pocas en flor; extrajimos copal del árbol que lo produce. Conocimos el chicle. Vimos aves hermosas y el cielo más estrellado que uno pueda imaginar.
Pero aquello es la selva, y no hay que olvidarlo. Vimos huellas de jaguar y escuchamos sus rugidos, junto a los de los monos aulladores. Dormimos en campamentos en los que el olor a serpiente era perturbador. A mi sobrino se le metió una tarántula en el zapato y le apareció otra en su carpa. Y tuvimos que esquivar ejércitos de hormigas feroces, algunas de ellas muy olorosas. Dormíamos como tiernos, aunque una noche se inundó el campamento y tuvimos que pasarla entre el agua. Una culebra zumbadora se atravesó en el camino y yo regresé con dos garrapatas conchudas, mostacilla y docenas de piquetes.
El viaje a El Mirador fue toda una aventura, hecha más inolvidable gracias a los cuidados y a la extraordinaria habilidad de nuestro guía Henry Darwin; y gracias a la cocinera, Gladys. Por ella teníamos tortillas del comal y panqueques en plena selva. También por el asistente, Wilmer, y por los arrieros Manuel y Rudy que cargaban las 12 acémilas y montaban los campamentos con eficiencia.
Mi corazón se aceleraba cuando entrábamos a algún sitio, cuando mirábamos algún montículo, y más, cuando llegamos a El Mirador. A lo largo de la jornada uno puede llegar a experimentar algo de lo que sentían los primeros exploradores de esas regiones en el siglo XIX. Yo pensaba mucho en Stephens y Caterwood, así como en los Maudslay, y también en mi amiga Mayra, que hace años estuvo perdida en la selva durante dos noches.
En febrero de 2003, en el Museo Popol Vuh, tuve la suerte de conocer a Richard Hansen, el arqueólogo que está a cargo del proyecto de la cuenca de El Mirador. Y en esa ocasión quedé admirado del trabajo que está haciendo. Y desde entonces que tenía ganas de viajar hacia allá. A diferencia de otros sitios desarrollados, El Mirador todavía es un mundo perdido, ¡de verdad! y lleno de tumbas sin abrir. En él, uno no encuentra montones de turistas, ni mucha basura; y entra en contacto extremo con uno mismo, con la naturaleza y con grandes obras del genio humano. Por eso, la visita a aquella ciudad preclásica y los cinco días que pasamos en la jungla, fueron una experiencia física y psicológica inolvidable que enriqueció nuestras vidas.
Columna publicada en elPeriódico.