El bosque que está al lado de mi casa se ve oscuro en las noches; pero no en las noches en que hay luciérnagas, como ahora mismo. El cedro, los pinos, los cipreses, los cafetos, los pacayales y otros árboles y arbustos están engalanados por miles de luciérnagas que parecen estrellas, o algo salido de un sueño.
Traté de tomarles foto pero no me salió bien. Los puntos de colores, que a duras penas se ven en el fondo negro, son las luciérnagas.
El año pasado nos visitó una y me dio mucha alegría tenerla en casa.
Las luciérnagas me gustan mucho desde que era chico. Me embobaba viéndolas aparecer y desaparecer, y también me llamaba la atención lo mansas que son. Uno puede tomar una y tenerla en la mano durante bastante tiempo sin que alce el vuelo. La primera vez que tomé una creí que quemaban, pero claro que no y estaba fascinado con ella en mi mano.
La luciérnaga, algo apropiadamente, se llamaba un drive-in al que mis padres solían llevarnos los domingos para la cena. El local se hallaba donde hoy se encuentran las torres del Banco Industrial; y, ¡ah, cómo nos gustaba ir a ese lugar! El nombre le iba porque el área era oscura y árboles grandes, y la luz del drive-in se veía tenue entre la oscuridad. Y ahora, cuando ya no tengo la inocencia que tenía a los 9 años, pienso que debe haber sido interesante lo que ocurría en algunos de los autos que llegaban a buscar refugio en aquel ambiente encantador. Y pienso que les debe haber parecido fastidioso un auto con dos adultos divertidos y tres, o cuatro niños bulliciosos.