Asesinato y entierro de un periodista

Jorge Mérida, periodista y corresponsal de Prensa Libre, fue asesinado en Coatepeque, el 10 de mayo pasado. Ese crímen ha conmovido al gremio y a la sociedad guatemalteca con razón porque, a quienes vivimos la violencia de los años 80 nos recuerda lo vulnerables que somos cuando las cosas pierden dimensión.

En aquellos años, la guerrilla y la contrainsurgencia desataron niveles de violencia que espantan. En tanto que, ahora, el narcotráfico y la mafia son los fulminantes que podrían estar detonando nuevas formas de violencia fuera de todo control.

Todos los habitantes de la Repúblicas somos vulnerables frente a la criminalidad y a la falta de seguridad ciudadana. Cualquiera puede ser puyado, secuestrado, asaltado o asesinado incluso a la vuelta de su casa. Empero, actividades como la del periodista son más riesgosas porque, a estos profesionales, puede ponerlos en enfrentamiento directo con criminales de lo más desalmados.

Esa vulnerabilidad profesional es más evidente en la provincia donde las pasiones son más inmediatas, donde el caciquismo es la ley, y donde la administración es mucho menos gobierno que en la ciudad capital.

Eso no quiere decir que los periodistas urbanos no estemos expuestos a peligros; pero en la Ciudad las redes de apoyo son algo más sólidas y la notoriedad acarrea más consecuencias.

El asesinato de Mérida es un mal augurio y un mal mensaje. Uno que la sociedad guatemalteca debería detenerse a meditar bien. Uno que no debe pasar inadvertido, y uno que nos toca un poco a todos. Como la muerte de Héctor Ramírez -durante los disturbios eferregistas del Jueves Negro de 2003- la de Mérida debe ser un punto de inflexión.

La ciudadanía puede y debe exigirle a la administración que resuelva aquel crímen. ¡Hay que ponerles un alto a los que no tienen escrúpulos para asesinar! De otro modo, esos delincuentes percibirán que somos un pueblo cobarde.

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